Hijo de José Miralles Monroig y Vicenta Pascual Rubio, Miguel nació el 12 de marzo de 1922 en Castellón, en el seno de una familia humilde de labradores. Su infancia estuvo marcada por la sencillez y el trabajo duro en la marjal, donde desde temprana edad ayudaba a sus padres en las tareas del campo. A pesar de las dificultades económicas, Miguel recibió el regalo de la educación básica y asistió a la escuela durante un breve período antes de sumergirse por completo en la vida campesina.
Desde muy joven, Miguel demostró un profundo respeto por la tierra y una conexión especial con la naturaleza que lo rodeaba. Pasaba largas horas cultivando la tierra y cuidando de los animales, aprendiendo los secretos del campo y valorando cada fruto que la tierra generaba. Esta conexión con la tierra y su entorno rural moldeó su carácter y le enseñó lecciones de humildad, gratitud y resiliencia que llevaría consigo a lo largo de su vida.
A pesar de su dedicación al trabajo en el campo, Miguel encontró consuelo y significado en la religión desde una edad temprana. La iglesia de la Sagrada Familia se convirtió en su refugio espiritual, donde participaba activamente en la vida parroquial y se involucraba en diversas obras de caridad y devoción. Su profunda fe lo llevó a formar parte de los Adoradores Nocturnos, la Tercera Orden franciscana y las conferencias de San Vicente de Paul, donde encontró una comunidad amorosa y solidaria que lo inspiró en su camino de fe.
Fue en la iglesia donde Miguel conoció a María Agost Viciano, una joven con quien compartía su devoción y compromiso con la vida religiosa. Después de un noviazgo largo pero lleno de amor y ternura, Miguel y María se casaron el 14 de abril de 1948 en una ceremonia llena de esperanza y alegría en la iglesia parroquial de la Sagrada Familia. Su matrimonio sería el inicio de una nueva etapa en sus vidas, marcada por el amor, la familia y el servicio a Dios y a los demás.
A lo largo de los años, Miguel y María recibieron la bendición de nueve hijos, que llenaron su hogar con risas, alegría y el bullicio propio de una familia numerosa. Sin embargo, la vida no estuvo exenta de desafíos, y la pareja enfrentó la pérdida temprana de dos de sus hijos, una prueba que fortaleció su vínculo y su fe en momentos difíciles. A pesar del dolor y la tristeza, Miguel y María encontraron consuelo en su fe y en el amor inquebrantable que compartían.
Miguel se destacó no solo como un devoto esposo y padre de familia, sino también como un miembro activo y respetado de la comunidad. Su compromiso con las actividades religiosas y parroquiales lo llevó a desempeñar roles importantes en la iglesia, donde se le conocía cariñosamente como "el ressador" por su participación frecuente en los rezos del rosario. Además, su dedicación a las festividades locales, como las celebraciones en honor a San Félix de Cantalicio, lo convirtió en una figura querida y respetada en la ciudad.
A lo largo de su vida, Miguel también se distinguió por su compromiso con la promoción de las tradiciones locales y la preservación del patrimonio cultural de Castellón. Su participación en diversas juntas de festejos y su apoyo a las festividades magdaleneras lo convirtieron en un referente en la comunidad, siendo reconocido con el título de Mayoral de las fiestas de Sant Félix y Clavario en los años 60.
Una de las mayores satisfacciones de Miguel fue su contribución a la restauración y mejora de la iglesia de la Sagrada Familia, un proyecto en el que desempeñó un papel fundamental después de que el templo sufriera daños inesperados. Su dedicación y liderazgo fueron fundamentales para la recuperación del lugar de culto, que volvió a abrir sus puertas a la comunidad gracias a los esfuerzos incansables de Miguel y otros voluntarios.
A lo largo de los años, Miguel Miralles dejó una huella imborrable en la ciudad de Castellón y en los corazones de quienes lo conocieron. Su legado perdura en la memoria de la comunidad y en las tradiciones que tanto amó y promovió. Su vida ejemplar y su compromiso con la fe y el servicio serán recordados como un testimonio inspirador de amor, dedicación y devoción a Dios y a su prójimo. Su fallecimiento el 18 de mayo de 2007 dejó un vacío en la comunidad, pero su espíritu perdura en las enseñanzas y el ejemplo que dejó atrás.
Miguel Miralles ha sido una figura emblemática del barrio de San Félix en Castellón. Desde su juventud, ha residido en la calle de San José, donde ha dejado una marca indeleble en la comunidad. En su hogar, ha mantenido durante muchos años la capelleta de Sant Josep, un símbolo de su profunda fe y devoción religiosa.
La capelleta de Sant Josep es un ejemplo del fervor religioso popular típico del Mediterráneo, especialmente arraigado en las comarcas de Castellón. Estas pequeñas capillas, adornadas con tablas cerámicas que representan figuras de santos, se encuentran salpicando las calles y plazas de la ciudad. Documentadas ya en el siglo XVIII, estas capelletas eran el centro de prácticas de culto y oración en la vida civil, donde los vecinos se reunían para buscar indulgencias divinas a través de actos piadosos colectivos.
En el caso de Castellón, las capelletas eran fabricadas por las prestigiosas fábricas de azulejos de Alcora, Onda y Manises. Algunas de estas capillas reproducían obras de reconocidos artistas pintores, lo que añadía un valor artístico a su función religiosa. Ferran Olucha, en su exhaustivo trabajo de catalogación, identificó capelletas en más de 40 calles de Castellón, entre las que se encuentra la calle de Sant Josep, donde reside la familia Miralles y su querida capelleta de Sant Josep.
La vida de Miguel Miralles está intrínsecamente ligada a su fe, su familia y su comunidad. Como labrador pegado a la tierra, ha cultivado la tierra con amor y ha sido un ejemplo de humildad y devoción. Su blusa, símbolo de su labor en el campo, contrasta con su búsqueda constante del cielo a través de su profunda vida espiritual y su compromiso con las prácticas religiosas.
Miguel Miralles ha sido un pilar en el barrio de San Félix, donde su presencia y su capelleta de Sant Josep han sido un recordatorio constante de los valores fundamentales que sustentan la vida comunitaria. Su vida ejemplar y su compromiso con la fe y la tradición son un legado invaluable que perdurará en la memoria de todos los que lo conocieron.
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